Editorial: por Eduardo de la Serna
Podrán, multimediáticamente ayudados, silenciar hechos o simularlos, pero cuando el hambre empieza a "hacer ruido" ya no hay Durán Barba o trolles pagos que disimulen el grito y el llanto.
Hay muchas preguntas y paradojas que nos acompañan en el día a día y ante las cuales estamos tentados a la respuesta fácil o simplista. ¿Por qué los pobres votan a los que los van a empobrecer más aún? Hablar de “síndrome de Estocolmo”, aunque cierto, no da respuesta al tema de fondo. Hablar de monopolio de los medios y las voces, tampoco.
Quizás convenga reconocer que el Gobierno y sus espadas mediáticas han vencido la batalla de los sentidos. Y veamos esto concretamente: la “gente” dimensiona dos pizzas, pero no los 70 mil millones del Correo; es comprensible “un jardín de infantes” y no lo es el número impresionante del endeudamiento externo. El envenenamiento continuo y sistemático, cotidiano y taxativo hace su efecto, más allá aún del “miente, miente que algo queda”.
Después del bombardeo en cada cosa, pequeña o grande, jamás desmentido cuando la evidencia lo desarticulaba, logra que el “se robaron todo” cale en las mentes, “las tarifas eran demasiado bajas”, “esto es duro pero hay que vivirlo porque antes era todo un caos”, y demás retintines cotidianos. A eso ha de sumarse las palabras fáciles e insostenibles: “no necesitan robar porque son ricos”, “lo peor ya pasó” y las oquedades cotidianas de los funcionarios (algunos muchos más huecos que otros, por cierto): “la luz al final del túnel”, “la pesada herencia”, “háganse cargo”, y muchas otras por todos conocidas (hasta el hartazgo). A esto, Florencia Saintout lo llamó “latifundio semiótico”.
Pero hay momentos, circunstancias o situaciones que van más allá. Podrán disfrazar con “buenas palabras” los malos momentos, pero eso es “pan para hoy y hambre para mañana”. Podrán hablar de “reacomodamiento” de precios, “sinceramiento” de la economía, por ejemplo, para no nombrar “inflación”, “ajuste”, “alza de precios”, pero eso no puede durar demasiado. Podrán incluso, multimediáticamente ayudados, silenciar hechos o simularlos: pueden hacer descender de los colectivos a los jóvenes “portadores de cara”, y hasta tener un cierto apoyo circunstancial de los pasajeros, podrán tapar muertes o desviar la atención en un inexistente RAM y callar a Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, esconder los presos políticos, como Milagro Sala y sus compañerxs bajo el insostenible “la mayor parte de la gente así lo quiere”, o tapar los 44 muertos del ARA San Juan.
Pero, cuando el hambre empieza a “hacer ruido”, cuando la hija llora por desnutrición o enfermedad, ya no hay Durán Barba o trolles pagos y call centers que disimulen el grito y el llanto; cuando las lluvias revelan que no se hizo absolutamente nada para sanear arroyos y ríos (mientras antes, calzada en elegantes botitas, la candidata recorría calles inundadas con veredas secas), la situación empieza a cambiar.
Cuando hay que recurrir a los comedores, porque no alcanza el salario (cuando se tiene, si no se fue acusado de ñoqui del estado o de equilibrar las cuentas, porque “el salario es un costo más”), cuando en los comedores la carne se ve solo en las fotos de la pared, y de la CABA sacan hasta el pan (eso sí, hablando maravillas de la importancia de una dieta que no incluya tantas harinas), algo empieza a cambiar. Claro, hasta entonces le hacían entender a la gente de las maravillas rodeadas de palabras mágicas como “sí, se puede”, “juntos”, y -por supuesto- “cambio”.
Pero de golpe se empieza a ver que el “juntos” no nos incluye, que hay cosas que “no se pueden”, y son justo las que nos benefician, y que el cambio fue un motor en reversa. Es cierto, también, que hay palabras que son “malas palabras” en el inconsciente popular, y entonces, no se dice “estado de sitio”, simplemente se lo aplica con detenciones arbitrarias, exigiendo el DNI o incluso reteniendo carros o hasta mercadería (siempre de los pobres, por supuesto); lo que hasta ayer era “inseguridad en los barrios” ahora es “violencia”, porque decirlo como antaño revelaría fallas en las políticas; no se dice “represión” sino “cuidar a los que nos cuidan” y tampoco “pena de muerte” sino Chocobar o palabras semejantes.
Pero para “el pueblo” hay algunos límites que no pueden traspasarse. El equipo de comunicación del Gobierno interrumpió la telenovela con un mensaje del Presidente (obviamente brevísimo por aquello de “lo que natura non da”) y no pudo obviar una de las más groseras malas palabras que se pueden pronunciar: Fondo Monetario Internacional (¡perdón a los lectores!).
Es cierto que se la edulcoró con el adjetivo “preventivo” (como la guerra preventiva, la prisión preventiva o hasta la tortura preventiva). Pero algo se rompió. Es cierto que a “la gente” se le metió en su cabeza que “no se puede” (¿cómo? ¿no era que…?), que su “clase social” está condenada a vivir siempre mal (“les hicieron creer”, sentenció González Fraga), deben tener claro eso de que “unos nacen con estrella (los CEOs) y otros nacen estrellados (los pobres)”, “no se puede” (¿cómo?) aplicar otra receta, repitió el CEO presidencial.
Si no se pueden pagar las tarifas (¡y no se puede!) que no se use, como sentenció con su sabiduría sin estrenar el CEO de Shell y ministro de Energía. Si no se puede evitar incendios que se rece, bromeó el rabino ministerial. A lo mejor el problema es que, al menos hasta ahora, Durán Barba no ha logrado engañar el estómago, y repartir golosinas mediáticas sólo sirve para mentir un breve tiempo. Y de mentir saben mucho, de dar soluciones a los pobres, ¡nada!
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