La pesada herencia macrifascista y una estrategia de desarrollo posible sobre la estructura real del poder y la economía.
Para conocer cuál será el programa económico de Alberto Fernández no hay que mirar los axiomas de campaña, que no están liberados de inconsistencias. La más evidente es quizá la relación entre “poner plata en el bolsillo de la gente” para “encender la economía” y el mitológico “tipo de cambio real competitivo y estable”. Pero estas cuestiones, además de axiomas de campaña, son en todo caso discusiones técnicas. El plan económico dependerá en buena medida de la visión de quién ocupe la cartera económica.
Si se observa el entorno de Fernández puede llamar la atención la heterogeneidad entre sus economistas, sin embargo no es Guillermo Nielsen, por ejemplo, quien recorre la Argentina o las universidades presentando un plan económico y de desarrollo, sino Matías Kulfas. Además, luego del tercer fracaso histórico del neoliberalismo extremista sería por lo menos extraño que el nuevo gobierno designe a un neoliberal ortodoxo en una cartera clave. Incluso el peronismo más tradicional, por llamar de alguna manera al conservadurismo popular de algunas provincias que se sintió tan cómodo con el turco innombrable o a los “gordos” de la CGT que le hicieron el aguante al macrifascismo, también comprendió que se necesita un Estado fuerte y activo conduciendo la actividad económica y no sólo dar señales amistosas a los mercados financieros para que lluevan las inversiones.
Lo que se observa en perspectiva es, primero, a un Alberto Fernández funcionando como el gran constructor de una alianza de clases para sostener un proyecto de desarrollo de largo plazo. El kirchnerismo, su principal dirigente, comprendió que la ausencia de esta alianza fue una limitación de su último gobierno. Bastó que sólo una porción pequeña de las fuerzas que hoy integran el Frente de Todos jugara para el adversario para que se perdiera el poder en manos del macrifascismo y se provocara el desastre del presente. No hay modelo de desarrollo sin la construcción de esta alianza de clases o bloque histórico que lo sostenga. Que los sectores dirigentes comiencen a comprender este problema es un avance superlativo.
Lo dicho debe matizarse con que el macrifascismo también construyó un extendido bloque histórico que lo sustentó, pero lo que no funcionó en su caso fue su modelo económico, que no sólo era insustentable en su frente financiero externo, sino también en el social interno: dejaba demasiada gente afuera. Resulta sorprendente que todavía existan sectores de la clase dominante que crean en la posibilidad de un proyecto político estable y de largo plazo basado en empeorar las condiciones de vida de la mayoría de la población en un país con memoria de bienestar y tradición de lucha. Quizá no sea un mero juego de palabras pensar en la necesidad de una transición inteligente de clase dominante a clase dirigente.
El segundo factor que se observa en perspectiva es que a diferencia de la fallida experiencia macrifascista sí existe un equipo económico elaborando un plan de desarrollo. El proyecto es por ahora menos exhaustivo que el elaborado en su momento por la fundación DAR del sciolismo, que trabajó sector por sector y sus interacciones. Pero, siempre a diferencia del régimen saliente, los economistas cercanos a Fernández saben que el desarrollo no depende sólo de las fuerzas del mercado y es altamente probable que “el plan de desarrollo” complete casilleros en el camino. De las últimas exposiciones de Kulfas, entre ellas la presentación en la reunión de la UIA en San Juan y la del pasado jueves en la Universidad Arturo Jaureche surge un panorama bastante claro de cuáles serán los lineamientos.
Aunque tratándose de los resultados del macrifascismo es a esta altura agotador hablar de números resulta necesario repasar lo que será el punto de partida de la nueva administración. Un dato fuerte es el significativo aumento del porcentaje de la masa impositiva que debe destinarse al pago de deuda, que entre fines del 2015 y el primer trimestre de 2019, es decir sin contar el último salto devaluatorio, pasó del 7,9 al 16,1 por ciento, un dato esperable tanto porque se redujo la recaudación como porque la deuda como porcentaje del PIB pasó en el mismo período de alrededor del 50 al 88,5 por ciento, siempre antes de la última devaluación. Huelga decir que el nivel de inflación es el más alto desde 1991 y bordea ya el 60 por ciento anual. Para tener un punto de referencia, luego de la gran devaluación de 2002 había llegado al 40,9 por ciento anual. El PIB habrá caído tres de los cuatro años, con un resultado absoluto para el período bien por debajo de 2015 y con deterioro del problema estructural del déficit de la cuenta corriente que deriva en la restricción externa. Debe agregarse también que desde las PASO hasta el viernes, las reservas internacionales del Banco Central se redujeron en 17 mil millones de dólares, cifra que incluye la salida de depósitos en divisas por 10 mil millones. Se citan sólo estos números porque representan la base de lo primero que habrá que resolver, pero debe decirse que el régimen de la alianza de derecha Cambiemos hasta agravó aquello en lo que se suponía eran los campeones mundiales para resolver: entre 2015 y 2019 el déficit fiscal (primario más intereses) pasó del 3,5 al 5,1 del PIB.
Del conjunto de datos citados emerge que deben apagarse los incendios de la deuda, de la inflación y del déficit externo. La propuesta del albertismo, sintetizada por Kulfas, considera que la inflación, antes que una cuestión “estrictamente” monetaria, es un problema de puja distributiva, por eso la idea base es resolver esta puja por la vía de un “acuerdo económico social”, o más estrictamente de precios y salarios, aunque no se diga de esa manera. Lograr que los empresarios frenen los aumentos de precios y los sindicatos las demandas de recomposición salarial. Es una tarea que demandará mucha muñeca política después de cuatro años en que los grandes perdedores fueron los asalariados, pero que la restricción de divisas obliga a manejarse con cautela. Cuando se aumentan salarios aumenta la demanda y la economía crece. Cuando la economía crece aumentan las importaciones y se necesitan más dólares. Aparece entonces la verdadera restricción de la economía que no es la interna, el déficit fiscal, sino la externa.
Es aquí donde aparecen tres elementos correlacionados: la reestructuración de la deuda, que en realidad son dos procesos, un nuevo acuerdo con el FMI y el “reperfilamiento” (nótese que la palabra quedó instalada) con privados, y el énfasis exportador. Aunque ya se dijo muchas veces vale la pena repetirlo. El problema de la deuda heredada no será el del peso de los intereses sobre el PIB, sino el de los plazos de pago. No es una deuda impagable, pero necesita reprogramarse. El albertismo ya logró transmitir esta idea a “los mercados” y los acreedores parecen haberlo entendido. Hay voluntad de pago y no hay voluntad de quitas. La negociación más dura será, en principio, con el FMI, la gran herramienta del capital financiero, local y global, para la imposición de condicionalidades a la política económica. Afortunadamente para los intereses locales, Fernández se muestra reticente a un acuerdo de facilidades extendidas, que es precisamente el de las condicionalidades de largo plazo. Kulfas, sin embargo, cree que es posible avanzar “un poquito” en materia de reforma laboral. En este punto es donde hay menos certezas sobre el curso futuro de los acontecimientos. Dependerá del tira y afloje con el FMI y con los actores locales.
Resta el tercer gran punto, el del “énfasis exportador” directamente relacionado con el desarrollo sectorial. Empezando por los números. Se cree en la posibilidad de aumentar las exportaciones en el mediano plazo en 70 mil millones de dólares adicionales, lo que permitiría superar la restricción externa “de manera genuina”, es decir sin los mecanismos transitorios de la deuda y el carry trade: 35 mil millones provendrían de Vaca Muerta, un sector que adicionalmente genera empleo y con mayor efecto multiplicador interno que el de las exportaciones agrarias, 10 mil millones de la minería, otros 10 mil de la industria y los servicios y 15 mil de la agroindustria. Resintetizando, el modelo es agro más minería, más los hidrocarburos no convencionales de Vaca Muerta, más el desarrollo de los complejos agroindustriales de las economías regionales, más la recuperación de la industria sobre la base de profundizar complejos existentes bajo la óptica de la intensificación tecnológica y capacidades locales. No termina aquí, pero es el punto de partida.
Fuente: nota de Claudio Scaletta para El Destape web
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