La justicia probó que la ex priora castigaba con encierro, cilicios y mordazas a por lo menos dos religiosas.

Sin embargo, la religiosa ahora condenada, en lugar de dar curso a esos pedidos, los ignoraba, a veces “desechándolos e inclusive también destruyendo y reteniendo los papeles en los que efectuaban sus peticiones”.
Además, “tampoco les permitió (a las mujeres) abandonar ese recinto monacal tal como éstas de modo desesperado y angustioso le pedían”.
En el caso de Albarenque, la ex priora la retuvo “aproximadamente casi seis años”, hasta abril de 2013, cuando “por razones de salud es entregada a su madre”. En el caso de Peña, la situación se extendió “por año y medio aproximadamente”, hasta marzo de 2016, cuando “la víctima logra escapar del convento”. En todo ese tiempo, Toledo actuó “de modo intemperante, amenazante, violento y arbitrario, abusando de su rol, e incumpliendo los mayores deberes inherentes a la función que desempeñaba dentro del Monasterio”.

A veces, la administración del castigo impuesto quedaba a cargo de otra monja; otras, también se servía de elementos de flagelación, como “disciplinas (látigos encerados), cilicios (coronas de alambre con púas que se colocaban en piernas) y mordazas (tabiques de madera y piola) que se colocaban en la boca”.
Por otra parte, la monja sabía “qué era lo que estaba prohibido o no vigente” y durante el juicio “negó expresamente haber actuado del modo imputado”, algo que para los jueces demuestra que actuaba criminalmente de manera deliberada.
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