El Estado debe estar presente en toda la cadena de valor: desde los insumos hasta la comercialización. Es necesario abrir filiales del mercado central en todas las ciudades del país.
En marzo de 2014, la FAO incluyó a la Argentina entre los países que habían alcanzado el hambre cero. Hoy, luego de casi cuatro años de neoliberalismo, con el pan a 100 pesos y la leche a 50, el hambre regresó a la franja más carenciada de la sociedad. Un escalón más arriba en la pirámide de ingresos están los que se alimentan mal y el resto gasta una porción inédita de sus ingresos en alimentos.
Sin ningún tipo de regulaciones, los argentinos, que trabajan acá y cobran en pesos, pagan los alimentos según la cotización de los granos en Chicago y el precio del dólar. Además de ser víctimas de un sistema de producción y comercialización cada día más concentrado.
Si un gobierno nacional y popular llega al poder en diciembre encontrará una población viviendo en la escasez, pero con grandes expectativas de salir del pozo. Estar a la altura será un desafío imprescindible para la difícil tarea de lograr estabilidad política.
En Argentina se producen granos, cereales y oleaginosos; carne vacuna, porcina, ovina y caprina. También aves y huevos; hortalizas y frutas; azúcar y miel. Además se capturan peces, moluscos y crustáceos. Y la lista sigue. En la extensa geografía nacional se producen centenares de variedades alimenticias. En 2019, la producción total de alimentos ascenderá a 159 millones de toneladas, suficientes para alimentar a 530 millones de personas. Pero en Argentina, con una población de 44 millones de personas, casi 4 millones no pueden consumir los nutrientes imprescindibles.
En 2002, se armó por primera vez el mapa de producción alimentaria del país en base a datos oficiales de cámaras sectoriales y el apoyo de ingenieros en alimentos de la Facultad de Agronomía de la UBA. El resultado fue que el país tenía una producción de alimentos suficiente para 330 millones de personas. Lo actualicé en 2007 y llegó a 450 millones. Hoy continua creciendo y ya es suficiente para 530 millones de personas, pero el país sigue sin administrar esos recursos de manera justa y eficaz.
La producción de trigo alcanza para elaborar un kilo de pan por día para cada habitante del país, pero ya muchos no pueden comprarlo.
Según un estudio de la facultad de Agronomía de la UBA, “Argentina produce el equivalente a 29 mil calorías diarias por persona”. Pero sólo consume en promedio 2300. Con lo que sobra alcanza para alimentar a casi 500 millones de personas más.
Canadá y Australia, dos grandes productores de alimentos como Argentina, solucionaron parte del problema regulando la comercialización de granos. Crearon organismos que intervienen en el mercado para conseguir un precio estable, que aliente la producción y no genere efectos inflacionarios en sus mercados internos. En el país, la comercialización está concentrada en unas pocas cerealeras: Cargil, Monsanto y Bunge, que ganan siempre, porque son intermediarias y trasladan al mercado interno todo el peso del alza de los precios.
También la fabricación de alimentos está concentrada: dos empresas, Molinos Río de la Plata y Aceitera General Deheza, concentran el 88 por ciento del mercado del aceite. Sólo Molinos acapara el 78 por ciento del de la yerba. El 66 por ciento del puré de tomate lo produce Arcor.
Y el consumidor también sufre la concentración de la comercialización: el 66 por ciento de los alimentos lo venden cinco cadenas de supermercados.
Esos pocos jugadores, diez cerealeras, no más de cinco fabricas de alimentos y cinco cadenas de supermercados, son, en un mercado desregulado, los responsables del hambre en Argentina.
La paradoja es que mientras el hambre aprieta por los altos precios de los alimentos, los pequeños productores desaparecen. Agustín Pérez, dueño de un tambo, contó que “cuando yo era chico, mis abuelos ordeñaban las vacas, refrescaban la leche en unos piletones y la envasaban en tarros de 20 litros. Con el carro la llevaban hasta el tren que la repartía por los pueblos. En las estaciones esperaban los lecheros que la entregaban casa por casa. Se repartían la ganancia: 60 por ciento para el tambero y 40 por ciento para el lechero. Con la industrialización primero, y luego con la llegada de los hipermercados, al tambero sólo le queda el 10 por ciento del precio de venta. En Europa los tamberos reciben el 40 por ciento”.
Un caso paradigmático es el del mercado de verduras y hortalizas. En el país se producen 11,2 millones de toneladas: el 40 por ciento se tira, por falta de un encadenamiento logístico que permita que los productos se mantengan frescos. Las mismas cadenas de hipermercados que en Europa invirtieron en equipamiento tecnológico que les permite aprovechar al máximo la producción, en el país tiran casi la mitad de lo que compran. Lo hacen porque pagan tan barata las verduras y hortalizas, que de todas maneras consiguen excelentes ganancias. La producción la hacen pequeños agricultores, que viven en la pobreza, o empresarios que utilizan mano de obra esclava, reclutada entre inmigrantes latinoamericanos.
La idea de solucionar el problema con un acuerdo de precios es ingenua o hipócrita. Esta semana, ante el anuncio del gobierno de un pacto, Molinos aumentó un 9 por ciento sus yerbas Nobleza Gaucha y Cruz Malta y un 5 por ciento el aceite Cocinero. Una actitud similar tuvo Arcor, que impulsó un incremento del 12 por ciento en toda la línea de enlatados, desde las arvejas hasta las lentejas.
La Ley de Góndolas es muy interesante, pero insuficiente. Además de que puede naufragar en el contexto de una relación de poder de los supermercados con las empresas más chicas, que le permitirá a las cadenas correrlas del juego con el simple y viejo truco de retrasar los pagos hasta insolventarlos.
El próximo gobierno debería plantear una política alimentaria que dé respuesta inmediata a las necesidades de los que hoy sufren hambre. Pero también que rebaje el precio de la canasta alimentaria para todos, de manera que los que hoy gastan una porción significativa de sus ingresos en alimentos puedan destinar parte de esos recursos a la compra de otros bienes y servicios y así recomponer el tejido productivo nacional. El plan debe contemplar toda la cadena: insumos, fabricación y distribución.
Insumos
La producción agropecuaria pasó de 60 millones de toneladas en 2003 a 120 millones en 2015, a pesar de las regulaciones. En estos cuatro años de jubileo sólo creció hasta 130 millones de toneladas. Así se muestra una vez más que la decisión de siembra total no depende de las regulaciones.
El Estado debería imponer cupos o directamente comprar los granos necesarios para abastecer a la población de granos y oleaginosas a un precio regulado. Sólo necesita que le vendan el 8 por ciento de la cosecha. El error durante la administración anterior fue poner el foco de la regulación en el trigo. Así la producción migró hacia otros cultivos y la de trigo llegó a un mínimo histórico.
El país necesita también maíz para alimentar pollos y cerdos, Girasol para producir aceite y soja para alimento balanceado vacuno, entre otras cosas.
Si se realiza un sistema eficaz de compra e incentivos de variedad de siembra los productores no se verán perjudicados y los fabricantes se proveerán de un insumo fundamental a precio nacional.
Producción
Le ley de góndolas puede ser un buen elemento de creación de competencia en el sector, pero incluida dentro de un conjunto de reglas que regulen toda la cadena. Los supermercados son demasiado poderosos. Hay que ponerlos a competir y regular su sistema de compra y pagos.
El Estado debería además ser un actor fundamental para garantizar la soberanía alimentaria. Así como sería ideal que comprara la producción agropecuaria necesaria para la producción local, es imprescindible que produzca los alimentos principales de la canasta básica. Así como alguna vez se debatió si el Estado debía fabricar medicamentos para los hospitales, hoy se debe avanzar en la fabricación de 40 alimentos que aseguren los nutrientes imprescindibles a los sectores más vulnerables del país. Así como hay ejemplos en Francia y Canadá, los hay en La Rioja, en donde la fabricación del estado provincial convive con la privada. La producción estatal y la búsqueda de competencia privada derivarán en una fuerte baja en los costos de fabricación.
Comercialización
Los hiper y supermercados gozan en el país de una libertad que no les dan sus países de origen. En Europa no pueden estar a menos de 20 kilómetros de zonas urbanas. No hay grandes superficies en París ni Londres ni en Roma. En Japón se les prohíbe vender productos frescos.
Un estudio de la Universidad de San Martín demostró que por cada puesto de trabajo que generan destruyen siete en pequeños comercios. Limitar su poder bajaría los precios al tiempo que impulsaría el crecimiento de pequeños comercios. El mundo marcha hacia ahí ya que los empleos industriales escasean por el avance tecnológico.
El Estado, que intervendría en la compra de insumos y la fabricación sin dañar el tejido privado, también debe ser protagonista de la comercialización.
En Francia existe una cadena de mercados estatales similares al Mercado Central argentino. Estos venden más barato, pero, además, compran todos sus productos en las regiones en las que se instalan. Impulsando así las economías regionales.
La regulación estatal tiene entonces virtudes múltiples: baja los precios, genera empleo en pequeños comercios y alienta la producción de las economías regionales.
El plan no tiene escollos importantes en términos de resistencia de los sectores afectados. Bien administrado, los productores agropecuarios no deberían sentir el impacto.
Las empresas alimenticias, que deberían bajar sus precios por la competencia privada y estatal, verían caer sus ganancias por unidad, pero crecer fuerte los ingresos totales por el aumento inmediato de las ventas ahora a menor valor. Seguramente se dedicarían a fortalecer la producción de productos por afuera de los 40 que venderá el Estado.
Sólo las grandes cadenas de supermercados perderían sus privilegios. Todas extranjeras menos una: Coto, el empresario que ingresó la mayor suma al blanqueo de capitales. Es decir, el mayor evasor de impuestos del país.
El plan sería atacado desde lo ideológico por la fuerte intervención estatal. Pero el debate no debería ser demasiado complicado de dar: Hoy producimos alimentos para 530 millones de personas y cuatro millones pasan hambre.
Con un sistema de compra de insumos a precio local, competencia en la fabricación y filiales del mercado central a lo largo y ancho del país, los precios pueden descender entre un 20 y un 40%.
Nota de Roberto Navarro para El Destape web
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