El anuncio del nuevo retroviral de la empresa Gilead, llamado remdesivir, puede ser una esperanza o una trampa. La enfermedad crea una necesidad y un laboratorio, el remedio. Pero la historia de la misma Gilead demuestra que no es tan así. La lógica del mercado de las medicinas, que gira alrededor de la patente del compuesto activo.
Quien espere una vacuna contra el coronavirus o una cura rápida de la covid-19 deberá dirigir sus expectativas o plegarias a algún laboratorio universitario o estatal de los que todavía hay en este mundo. Si los primeros en llegar a este nuevo grial son los laboratorios comerciales internacionales, los grandes, podemos tener varios problemas. Es que estas compañías se preocupan tanto de nuestra salud como McDonald's de nuestra panza, y son empresas que tienen como objetivo dejar felices a sus accionistas con buenos dividendos. Los problemas, entonces, pueden ser el precio de la vacuna o la cura, y una serie de demoras deliberadas en la distribución.
Para que se vea que no es mera desconfianza, ya hay un caso que invita a observar qué hace un laboratorio en particular, la firma Gilead, que está probando un antiviral que parece que funciona como cura. El compuesto es uno de tantos que se fueron descubriendo o combinando para tratar de curar el ébola, pero no funcionó muy bien. A los científicos de Gilead se les ocurrió probarlo con el coronavirus y un test clínico importante mostró que ayuda a los pacientes. De hecho, baja la duración de la enfermedad de un promedio de quince días a un promedio de once. La Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos, habitualmente larguera en los permisos, autorizó de urgencia las pruebas clínicas.
Hasta acá, una buena noticia y hasta una prueba de que el sistema sí funciona, con una enfermedad creando una necesidad y un laboratorio creando un remedio, y ganando potencialmente un dineral. Pero la historia de la misma Gilead demuestra que no es tan así, porque la firma ganó una fortuna demorando una cura del HIV que ella misma había descubierto. La historia empieza en los años noventa, cuando el todavía pequeño/mediano laboratorio descubrió una molécula que evitaba que el virus de inmunodeficiencia humana se multiplicara. La molécula, llamada TDF, fue patentada y para 2005 le hacía ganar 570 millones de dólares a Gilead, cifra que en 2010 llegaba a 2700 millones anuales. Los efectos secundarios del tratamiento -pérdida de masa ósea y problemas renales- parecían menores ante el riesgo de muerte del virus.
Esta molécula puso a Gilead entre los grandes de la industria y le dió los medios para ampliar sus investigaciones. En 2001, sus laboratorios descubrieron una segunda molécula, la TAF, que es diez veces más potente que la TDF, con lo que las dosis son menores y los efectos secundarios mucho más suaves. ¿Qué hizo Gilead con este tesoro? Lo escondió con cuidado, mandó a parar toda investigación interna sobre la nueva molécula y siguió lanzando tratamientos y drogas basadas en la TDF. Hasta 2014, la compañía vendió 60.000 millones de dólares de estos compuestos.
Este aparente misterio se entiende por la lógica del mercado de las medicinas. Los laboratorios ni siquiera necesitan fabricar sus propios remedios porque el verdadero tesoro es la patente del compuesto activo. El objetivo comercial, lo que los accionistas y los gerentes quieren, es sacarle el jugo a los años de monopolio que tiene la empresa mientras dura la patente. La molécula TAF no sólo iba a competir con la TDF, recortando su propio mercado, sino que su patente iba a expirar apenas dos años después. Lo que vale en esta industria es cuánto dura el monopolio, porque en esos años se puede cobrar diez o más veces el precio real del producto.
Con lo que Gilead hizo lo que corresponde dentro de esta lógica, guardar el secreto por siete años más, hasta 2016. La patente de la TDF vencía en 2017, con lo que la empresa tenía listo el reemplazo, mejor y más seguro, justo a tiempo para renovar el monopolio. Un tratamiento anual, preventivo -ambas moléculas pueden tomarse para evitar el contagio- cuesta en Estados Unidos nada menos que veinte mil dólares. Semejante precio explica ciertas maniobras, como relanzar tratamientos basados en TDF con otros nombres y pedir nuevas patentes, cosa de estirar el negocio. El nuevo tratamiento con TAF, llamado Descovy, tiene monopolio hasta 2025, si se obtiene la extensión de la patente que pidió la empresa.
El negocio es tan grande, que a fines del año pasado, cuando la patente de la TDF llegaba a su fin, la empresa se puso a competir consigo misma con gran entusiasmo. Hizo una millonaria campaña de publicidad para convencer a médicos y pacientes de pasar de la TDF a la TAF, y logró que una tercera parte se pasara en cosa de semanas. Esos pacientes iban a poder comprar genéricos de TDF este año, pero ahora van a pagar mucho más por la TAF hasta 2025.
Con lo que el anuncio del nuevo retroviral de Gilead, llamado remdesivir, puede ser una esperanza o una trampa. Estos laboratorios no son los del doctor Jonas Salk, que en 1955 descubrió la vacuna contra la polio trabajando en una universidad y ni siquiera se molestó en patentarla para que fuera barata en todo el planeta.
Por Sergio Kiernan para Página/12
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