El orgullo argentino siempre tuvo miles, millones de compatriotas que lo mantuvieron a resguardo de los aniquiladores de sueños e ilusiones. Un pueblo alegre y seguro de sí mismo es menos manipulable que uno sumido en la incertidumbre.
De la nada, de la crisis, de la grieta, del desánimo, del boicot, de los negocios políticos que el poder real hace con las emociones populares como mercancías, salió de pronto esta fiesta popular que nos hincha el pecho y que también hubo que defender del sonido ambiente que los calificó de “agónicos”, “confusos” o “vulgares”.
Pero no era de la nada, ni de la crisis, ni de la grieta ni de todos esos artefactos bien planeados y fogoneados, en rigor, que brotó este orgullo que tiene los colores de nuestra bandera y los nombres de un puñado de jugadores jóvenes, habilidosos y templados, que tiene en su centro a ese ser especialísimo que se llama Messi.
Este orgullo argentino siempre tuvo miles, millones de compatriotas que lo mantuvieron a resguardo de los aniquiladores de sueños e ilusiones. Un pueblo alegre y seguro de sí mismo es menos manipulable que uno sumido en la incertidumbre.
Los mundiales son un poco equívocos, porque ninguna nacionalidad participa de los atributos que hacen a su equipo campeón mundial. Pero en este caso, el juego con el que se ganó merece una identificación amplia con lo que anhelamos como pueblo: juego limpio.
Todos celebramos la Copa pero nos gusta tanto como la Copa que éste haya sido el Mundial de Messi, un pibe que ya tiene 35 y que vio crecer a sus actuales compañeros. Un superdotado que insiste en no serlo y a lo mejor es cierto: a lo mejor todo su juego proviene de una relación íntima y única de su relación no solo con la pelota sino con quienes lo rodean: aunque no levante la cabeza sus pases son tan gloriosos como los goles.
Un pibe manoseado y hasta insultado por comentaristas que no deben embocar la cucharita en el cucurucho. Un pibe al que siempre se le exigió todo, cuando se le negaban la fe y el cariño.
El lo logró. Se sobrepuso. No se expuso. Trabajó a destajo. Se fue ganando de a poco este amor que hoy se consolida porque es este día el que lo inmortalizará.
Esta vez hubo que, como otras, revertir la mala onda que desparramaron con ventilador mediático, pero la fe y el cariño ya era más fuertes que las cotorras.
Ganamos la Copa pero lo maravilloso es cómo se ganó: con un juego que da placer mirar, sin ningún aspaviento de soberbia y con el pueblo argentino como destinatario de la alegría. Lo necesitábamos como el aire.
Mañana será otro día y seguiremos necesitando aire para afrontar la injusticia. El domingo hubo justicia poética, con Diego en el cielo alentando y con millones de compatriotas que jamás olvidarán a los pibes de Malvinas aunque pongan pausa un rato y se fundan en esos abrazos que nos reviven. No somos un pueblo de mierda, como cada tanto un inhábil declarante afirma en la televisión. Somos un pueblo que, como todos, necesita la cancha libre para probar sus destrezas y probar, y probar, hasta ganar.
Por Sandra Russo para Página/12
No hay comentarios.:
Publicar un comentario